viernes, 23 de enero de 2009

Política exterior catalana.


Un artículo de Arcadi Espada, en El Mundo.

El arbitrario vaivén con que el periodismo encara la realidad (y que tanto ha hecho para disminuir su crédito) ha dejado en segundo plano el escandaloso viaje del vicepresidente Carod a Nueva York. El escándalo tiene vertientes distintas. De tipo grotesco, como el de la coincidencia con la proclamación de Obama. De tipo económico, como esa nueva bofetada de decenas de miles de euros que se estrellará contra la cara de los ciudadanos, gracias a la ontológica caradura de la política catalana. De tipo intelectual, como el que provoca la lectura de la conferencia que el vicepresidente pronunció en la Universidad de Nueva York, una suerte de enrojecedoras ridiculeces ensartadas, para cuyo aprecio basta con reproducir la última cuenta del collar: «Las decisiones ya no pueden ser tomadas sólo por los Estados, sólo por unos cuantos estados, sólo por los gobiernos ni tampoco, ni sobre todo, sólo en masculino.» Sobre todo, subrayó, y lo hizo en la Universidad de Nueva York.

Sin embargo todos esos escándalos empalidecen ante el escándalo político. La web del vicepresidente se abre, a las horas en que escribo, con este titular: «El vicepresidente del Govern reivindica la construcció d’una política internacional pròpia catalana», un oxímoron cuyo calado se advierte con sólo pensar en la influencia e importancia de la política internacional española. Es, en cualquier caso, un titular coherente con la conferencia y con la actividad pública de Carod en sus días neoyorquinos, destinados al lubricante ejercicio de la apología de Catalunya mediante el desprecio de España. La cuestión crucial, sin embargo, no es lo que haga Carod, ni siquiera lo que haga don José Montilla. Ambos son consecuentes nacionalistas, trabajan en función de los intereses de una élite local y el primer interés de la élite y de lo local es el debilitamiento de los vínculos con lo general. La cuestión realmente crucial (y asombrosa) es lo que está haciendo el presidente del Gobierno ante el despliegue de la política internacional catalana.

Un gobierno regional destina dinero y emociones a actividades que rompen el eje constitucional más elemental de cualquier Estado y el gobierno central no sólo las tolera sino que, frecuentemente, les presta apoyo logístico y resignación moral a través de la red diplomática española. Por si fuera poco, y como suele suceder con la política exterior, Gobierno y y Oposición van al unísono: aún se espera que el Partido Popular sea capaz de llevar este asunto al debate político español. Aún a riesgo de ganar votos, desde luego.

El arbitrario vaivén con que el periodismo encara la realidad (y que tanto ha hecho para disminuir su crédito) ha dejado en segundo plano el escandaloso viaje del vicepresidente Carod a Nueva York. El escándalo tiene vertientes distintas. De tipo grotesco, como el de la coincidencia con la proclamación de Obama. De tipo económico, como esa nueva bofetada de decenas de miles de euros que se estrellará contra la cara de los ciudadanos, gracias a la ontológica caradura de la política catalana. De tipo intelectual, como el que provoca la lectura de la conferencia que el vicepresidente pronunció en la Universidad de Nueva York, una suerte de enrojecedoras ridiculeces ensartadas, para cuyo aprecio basta con reproducir la última cuenta del collar: «Las decisiones ya no pueden ser tomadas sólo por los Estados, sólo por unos cuantos estados, sólo por los gobiernos ni tampoco, ni sobre todo, sólo en masculino.» Sobre todo, subrayó, y lo hizo en la Universidad de Nueva York.

Sin embargo todos esos escándalos empalidecen ante el escándalo político. La web del vicepresidente se abre, a las horas en que escribo, con este titular: «El vicepresidente del Govern reivindica la construcció d’una política internacional pròpia catalana», un oxímoron cuyo calado se advierte con sólo pensar en la influencia e importancia de la política internacional española. Es, en cualquier caso, un titular coherente con la conferencia y con la actividad pública de Carod en sus días neoyorquinos, destinados al lubricante ejercicio de la apología de Catalunya mediante el desprecio de España. La cuestión crucial, sin embargo, no es lo que haga Carod, ni siquiera lo que haga don José Montilla. Ambos son consecuentes nacionalistas, trabajan en función de los intereses de una élite local y el primer interés de la élite y de lo local es el debilitamiento de los vínculos con lo general. La cuestión realmente crucial (y asombrosa) es lo que está haciendo el presidente del Gobierno ante el despliegue de la política internacional catalana.

Un gobierno regional destina dinero y emociones a actividades que rompen el eje constitucional más elemental de cualquier Estado y el gobierno central no sólo las tolera sino que, frecuentemente, les presta apoyo logístico y resignación moral a través de la red diplomática española. Por si fuera poco, y como suele suceder con la política exterior, Gobierno y y Oposición van al unísono: aún se espera que el Partido Popular sea capaz de llevar este asunto al debate político español. Aún a riesgo de ganar votos, desde luego.

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